13 de julio

“Gratis han recibido, den gratis”

 (Mt 10, 7-15)

 

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

El texto del Evangelio es la proclamación de la cercanía del Reino en la persona de Jesús (10,7). El anuncio de la cercanía del Reino con pocas palabras y muchos signos transformadores no es otro que el de la venida de Jesús quien, con su poder tocando al hombre en el fondo de su miseria, hace presente la voluntad misericordiosa de Dios que sana, perdona y trae la paz.

Lo que el apóstol tiene que decir es poco, en cambio las acciones son grandes. Él convierte cada día de la historia en una página viva del evangelio: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios” (10,8a). El misionero se distingue por la capacidad de soportar la oposición y el rechazo (10,13-14). El fracaso no lo deprime ni las reacciones agresivas de los destinatarios le roban la paz.  La misión está expuesta a inconvenientes, algunos leves y otros de mayor envergadura. Él misionero actuará con madurez, a la altura de las circunstancias, al estilo del Maestro.

 

Reflexionemos: Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: “No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento”. La pobreza evangélica es una condición fundamental para que el Reino de Dios se difunda. ¿Cuál es mi condición de evangelizador cuando voy a regiones muy marginadas?

 

Oremos: Ven, Espíritu Santo, llena mi corazón de amor y dame la gracia de salir para comunicar con alegría el Reino de Dios. Amén.

 

Actuemos: La invitación que nos hace Jesús es de ser misioneros. “hemos recibido tantos dones y gracias que debemos darlo gratis; salir a tantos lugares que necesitan la luz del Evangelio.

 

Profundicemos: «¡Sanad a los enfermos!» (Mt 10,8). La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna (cf Jn 6,54.58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa san Pablo (cf 1 Co 11,30). Catecismo de la Iglesia Católica

 

 

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