“No serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre”
(Mt 10, 16-23)

La Iglesia hoy nos permite recordar a san Benito, abad, quien nació en Nursia-Italia en el siglo VI; fue el iniciador de la vida monástica en occidente y, como fundador de la Orden Benedictina, ha dejado un gran legado espiritual para los cristianos. Muchas personas acuden a él portando su medalla y bajo su intercesión piden protección contra el mal, los peligros y las tentaciones. Oremos por esta orden para que sigan siendo fuente de luz y guía espiritual en la Iglesia. Pasamos a ver el Evangelio de hoy: nos encontramos con Jesús Maestro, que envía a sus discípulos a proclamar su mensaje de salvación a todos los pueblos de la tierra, en una misión universal, no sin antes prepararlos para afrontar los desafíos que la evangelización demanda como tal: “Miren que yo los envío como ovejas entre lobos”. En esta analogía, el Señor nos dice que podemos ser testigos del amor de Dios con la certeza que Él camina con quien confía en su misericordia para entrar en relación con los otros, aun siendo diferentes, estableciendo vínculos de fraternidad. El enviado debe ser prudente y precavido, para distinguir y discernir cómo actuar en situaciones adversas. Pero, ¡cuidado con la gente!, el misionero no siempre es bien aceptado. Sin duda, vivimos tiempos de crisis de valores, indiferencia religiosa, escepticismo, donde muchos quieren vivir sin Dios y tal vez por estas realidades, muchos no siempre aceptan al sacerdote, al misionero, al evangelizador, al enviado. Por eso, Jesús los anima a que no tengan miedo si son odiados o rechazados, ya que vivir según el Evangelio, es optar por un estilo de vida diferente: “Cuando los entreguen, no se preocupen de lo que van a decir o de cómo lo dirán; sino que el Espíritu de su Padre hablará por ustedes”. Todos estos rechazos pueden provenir de ambientes políticos, sociales, familiares o del propio entorno donde nos encontremos y es ahí donde nosotros, como bautizados y partícipes también de la misión profética de Cristo, debemos permanecer firmes en nuestra fe.

Reflexionemos:

Ser testigos de Cristo, es vivir y compartir la fe con la mirada puesta en Dios, con un corazón abierto a la verdad que nos capacite a todos para amar en libertad. Preguntémonos: Cuando tengo que dar testimonio de mi fe, ¿invoco siempre la presencia del Espíritu Santo para mantenerme firme y coherente con aquello que profeso?

Oremos:

Ven, Espíritu Santo, concédeme serenidad y confianza para abandonarme en las manos del Señor que me llamó a anunciar su Palabra. Ayúdame a permanecer fiel a Él hasta el final. Amén.

Actuemos:

Cultivo mi fe a través de la oración.

Recordemos:

“Y serán odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará”.

Profundicemos:

Que el Dios de la paz los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irreprochable en todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 23).

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“Gratis han recibido, den gratis”
(Mt 10, 7-15)

El proyecto de Jesús es instaurar el reino de Dios entre los hombres, por eso toma la iniciativa de llamar y enviar a sus discípulos con una misión concreta: “Vayan y proclamen que ha llegado el reino de los cielos”. Esta misión va acompañada de signos específicos: “Curen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, arrojen demonios”. Con estos signos se manifiesta la presencia sanadora y liberadora del Señor. “Gratis han recibido, den gratis”. Debemos ser conscientes que todo es gracia y don; así, Jesús forma a sus discípulos para que vayan con un corazón rebosante de amor y despojado de toda seguridad material, confiando en la providencia Divina: “No se procuren en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón”; bien merece el obrero su sustento”. El misionero que anuncia el reino de Dios debe ser acogido fraternalmente por la comunidad a quien se dirige, y su por su parte, debe ser una persona abierta, humilde, fraterna que con su presencia refleje al mismo Cristo con sus acciones y palabras, que realmente encarne en su existencia la pobreza evangélica y al lugar donde llegue, ser presencia visible del Señor Resucitado regalándonos su amor y su paz.

Reflexionemos:

Nuestra vida humana está tejida de muchos valores y Dios, como Padre providente, nos ha dado la gracia de alcanzar sueños y metas que nos producen satisfacción y bienestar. ¿Soy una persona que vivo con libertad frente a los logros o bienes materiales que poseo o dejo que el deseo de poder, placer y tener me quiten la paz? ¿Desprecio a los demás por su condición, credo o situación social, olvidándome que el amor de Dios me abraza a m´+i también sin excepción y que estoy también llamado a evangelizar?

Oremos:

Señor Jesús, Camino entre el Padre y nosotros, todo lo ofrezco y todo lo espero de ti. Amén.

Actuemos:

Confío en la Providencia Divina.

Recordemos:

Al entrar en una casa, salúdenla con la paz; si la casa se lo merece, su paz vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a ustedes.

Profundicemos:

“Está cerca el reino de Dios; conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15).

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“Dichoso el vientre que te llevó”
(Lc 11, 27-28)

Hoy celebramos como pueblo colombiano la fiesta de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá; así le agradecemos al Señor el haber bendecido nuestro suelo regalándonos en la restauración de la imagen de la Santísima Virgen María, un signo de su presencia amorosa que camina con nosotros y nos conduce a la paz. Volviendo nuestra mirada al Evangelio, nos encontramos con un texto muy breve pero de una gran profundidad. Lucas nos dice que mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Ella, elogia la maternidad de María Santísima, conmovida por las palabras y acciones de Jesús, pero Él le responde a la mujer invitándola a ella y a su vez, a todos nosotros, a trascender: “Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Porque María, no solo escuchó la Palabra de Dios, sino que la engendró en su vientre inmaculado, es decir, la hizo vida, ofreciendo a su Hijo al mundo como nuestro Redentor. Por tanto, al ritmo de la Palabra de Dios, debemos orientar nuestros pasos, para llegar a establecer una relación íntima y personal con el Maestro Divino; a descubrir que su Palabra es norma y guía para nuestra vida y que desde ella podemos proyectarnos para ser hombres y mujeres comunicadores de esperanza y, como María, proclamemos la grandeza del Señor en el amor que Él nos concede cada día para ser anunciadores de su reino, no solo con nuestras palabras sino con el testimonio de una vida que sea coherente, que busque siempre la santidad.

Reflexionemos:

Podemos alcanzar nuestra plenitud de vida, si leemos nuestra historia a partir de la Historia de Salvación que se nos comunica en la Palabra de Dios. Es importante que nos preguntémonos: ¿Soy de los que viven la bienaventuranza proclamada por Jesús en el día a día?, ¿escucho su Palabra, la acojo y dejo que dé frutos de vida nueva que brota de lo profundo del corazón?

Oremos:

María, Madre de Dios y Madre nuestra, intercede ante tu Divino Hijo para ser dóciles a la acción del Espíritu que nos haga renacer a la voz de su Palabra, orientando siempre nuestra vida a la felicidad eterna. Amén.

Actuemos:

Vivo la comunión con Jesús, dedicando un tiempo suficiente para escuchar y meditar la Palabra de Dios.

Recordemos:

“Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”.

Profundicemos:

María guía al camino seguro, que es Cristo, en la Iglesia por Él fundada.

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“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos”
(Mt 9, 32-38)

Cuanto peligro hay en esas actitudes de silencio que atormentan nuestra vida y nos hunden en la oscuridad del odio, la soberbia, el orgullo, la prepotencia, la crítica destructiva o la depresión. En el Evangelio de hoy lo primero que se nos dice es que le llevaron a Jesús un endemoniado mudo. Y después de echar al demonio, el mudo habló. En este nuevo milagro, podemos contemplar el poder liberador de Jesús; el mal nos aísla, cuando en el corazón hay rencor o sentimientos adversos callamos, enmudecemos, no somos capaces de expresar amor o tejer relaciones de amistad, afecto o cariño hacia el otro, sino que nos distanciamos y cortamos toda comunicación. En nuestra vida cotidiana es importante acercarnos a la persona de Jesús, experimentar su misericordia que nos abre a la verdad y nos da la libertad para poder dar lo mejor de nosotros mismos. La gente decía admirada: “Nunca se ha visto en Israel cosa igual”. En cambio, los fariseos decían: “Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús es el Dios de la vida y, por tanto, en Él encontramos todo el amor de Dios Padre. Un amor abierto que se hace don para toda la humanidad, por eso Jesús recorría todas las ciudades, proclamando el Evangelio, sanando y liberando a las personas de todos sus males.

Reflexionemos:

Para Jesús cada ser humano es importante por eso al contemplar a la muchedumbre se apropia de su dolor y, como buen pastor, no nos abandona, sino que nos enseña a confiar en la misericordia divina y a mantener la comunión en la oración. Preguntémonos en el día a día: ¿Dejo que la fuerza del amor oriente mis acciones o por orgullo me niego a expresar los buenos sentimientos que guardo en mi corazón?

Oremos:

Seño Jesús, abre mis labios para hablar con la verdad; que mi fe esté respaldada por mis acciones de bondad, perdón y misericordia que brotan de un corazón agradecido. Amén.

Actuemos:

Realizo un examen de conciencia al concluir mi jornada.

Recordemos:

Entonces dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.

Profundicemos:

“Triste espectáculo: el pueblo de Cristo errante sobre las colinas ‘como ovejas sin pastor’ en lugar de buscarlo en los lugares que siempre frecuentó y en la morada que estableció, se atarea en proyectos humanos, sigue a guías extranjeros y se deja cautivar por opiniones nuevas, se convierte en el juguete del azar o del humor del momento y es víctima de su propia voluntad” (San John Henry Newman).

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“Descansará sobre ellos su paz”
(Lc 10, 1-12. 17-20)

Cada ser humano que es llamado a la vida, viene al mundo con una misión particular. Hoy Lucas en su Evangelio nos deja claro que el Señor no solo eligió a los doce apóstoles, sino que designo otros setenta y dos para enviarlos a preparar el ambiente donde Él iría después. Diciéndoles: “La mies es abundante y los obreros pocos; rueguen, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Porque como creyentes todos estamos llamados a trabajar en la extensión del Reino de Dios. ¡Pónganse en camino! Así, no solo los envía, sino que les da instrucciones claras para realizar la misión. Lo primero es ir ligeros de equipaje, llevar lo necesario, en una actitud de absoluta disponibilidad y apertura para escuchar la voz de Dios atentos a los Signos de los Tiempos. Cuando entren en una casa digan: “Paz a esta casa”. Con este saludo manifiestan que van de parte de Dios. Quédense en la casa donde los acojan, compartan con ellos, es también un llamado a la sencillez, a la humildad y al reconocimiento, pero si entran en una ciudad y no los reciben, saliendo a sus plazas, digan: ‘Hasta el polvo de su ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre ustedes. Es decir, liberarse de todo aquello que no responde al plan de Dios, ya que no debemos olvidar que seguir a Cristo, caminar con Él y comprometerse a trabajar en su viña, es estar dispuesto a llevar sobre los hombros la cruz, signo de salvación.

Reflexionemos:

Una característica fundamental del discipulado es el testimonio de la caridad y la vida fraterna. En la relación que establezco con mis hermanos ¿soy consciente de ello y reflejo en todo aquello que realizo el amor que Dios tiene por cada ser humano?

Oremos:

Aquí estoy Señor, envíame. Quiero ser instrumento de tu paz y de tu amor para sanar las heridas del mundo tan golpeado por el odio y el desamor. Cuento contigo para que tú cuentes conmigo. Amén.

Actuemos:

Cuidaré de mis sentimientos y emociones para ser feliz amando a Dios.

Recordemos:

“Sin embargo, no estén alegres porque se les someten los espíritus; estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo”.

Profundicemos:

“Tanta debe ser la confianza que el predicador ha de tener en Dios que, aunque no tenga lo necesario para vivir, no debe fijarse siquiera en si esto le falta, no sea que, mientras se ocupa en las cosas de la tierra, no cuide del bien eterno de los demás”. (San Gregorio)

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¿"Es que pueden guardar luto mientras el esposo está con ellos?”
(Mt 9, 14-17)

En Jesús encontramos el cumplimiento de la nueva Alianza, ya que en Él se nos comunica la plenitud del amor de Dios Padre para toda la humanidad. Mateo da continuidad a su relato del banquete, en el que muchos comensales están atentos a los signos externos, o mejor a lo que sucede a su alrededor, para criticar y se pierden de disfrutar de la presencia del Maestro. Es el caso de los discípulos de Juan que se acercan para preguntarle: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?” Es una actitud de hipocresía, porque se quedan en el cumplimiento de prácticas rituales, pero no van al fondo de aquello que significa realmente el ayuno; siendo éste un signo que nos ayuda a preparar el corazón para acoger la presencia del Señor. Y Jesús les dijo: “¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? En esta metáfora de la boda, Jesús nos acerca al banquete eucarístico, donde Dios se sienta a la mesa con sus hijos comunicándonos la alegría de la salvación.

Reflexionemos:

“Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor”. Es importante que en la cotidianidad de nuestra vida saquemos un momento durante la jornada para realizar nuestro examen de conciencia, revisar si nuestras acciones corresponden al anhelo profundo de nuestro corazón y preguntarnos: ¿Cómo estoy? ¿Cómo percibí en este día la presencia de Dios?

Oremos:

Señor Jesús, tú que conoces mi corazón, concédeme el don de tu divino Espíritu, para saborear la vida y acoger serenamente todo cuanto de ti proviene. Amén.

Actuemos:

Hoy seré más libre, sin fijarme ni quedarme en comentarios superficiales, y me empeñaré en un camino de vida interior.

Recordemos:

“Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan”.

Profundicemos:

“El que ayuna como debe, se humilla en el gemido de las oraciones, o en la mortificación de su cuerpo, o se aleja de los atractivos de la carne con el placer de la sabiduría espiritual”. (Alfertson Cedano)

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“No tienen necesidad de médico los sanos; misericordia quiero y no sacrificio”
(Mt 9, 9-13)

El encuentro con la persona de Jesús transforma nuestra vida. Queridos amigos, hoy nos encontramos con un texto muy bello, en el que el mismo Mateo, narra la iniciativa que tuvo el Señor al llamarlo a su servicio. Nos dice que Jesús pasó y lo vio cuando él se encontraba sentado en el mostrador de los impuestos, ejerciendo su oficio de lo que hoy podríamos decir funcionario público, como un aduanero. Jesús posó su mirada y le dice: “Sígueme” Él se levantó y lo siguió. Cuál sería el gozo, la paz y alegría que Mateo experimentó, que no dudó en invitar a Jesús a su casa para compartir la mesa. Un gesto que podemos leer también como el signo de abrir el corazón y de hacer que ese momento único no se quede escondido, sino que lo participa al círculo de amigos del mismo gremio, que eran considerados publicanos y pecadores, para acercarlos a Jesús. En este ambiente ellos mismos critican a Jesús y se preguntan: “¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús lo oyó y dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

Reflexionemos:

Estar sentando en el mostrador de impuestos, es sentirse cómodo, feliz y realizado en una situación de pecado, dónde solo importa lo que a mí me genera bienestar y me olvido del vacío, perdida o dolor que estoy sembrando en los demás. Preguntémonos: ¿Cuál es esa situación de pecado de la que Jesús hoy me invita a liberarme y a transformar mis acciones?

Oremos:

Gracias, Señor, por posar tu mirada sobre mí, por permitirme experimentar tu misericordia infinita, por darme la posibilidad de ser mejor, de crecer en la fe, y sentir que no es mi pecado, sino tu bondad la que me permite ponerme en píe y seguirte. Amén.

Actuemos:

Hoy tendré un gesto de generosidad y desprendimiento compartiendo con alguien algo que para mí sea muy preciado.

Recordemos:

“Vayan, aprendan lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificio’: que no he venido a llamar a justos sino a los pecadores”.

Profundicemos:

“Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. La conversión de un solo publicano fue una muestra de penitencia y de perdón para muchos otros publicanos y pecadores”. (San Beda el Venerable)

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“¡Señor mío y Dios mío!”
(Jn 20, 24-29)

Queridos amigos, la Iglesia hoy nos permite celebrar la fiesta de Santo Tomás, el apóstol, que decididamente acompaña a Jesús en su camino a Judea, aun sabiendo que se encontraba en peligro de muerte, anima a sus compañeros diciendo: “Vamos nosotros también a morir con Él”. Tomás, llamado el Mellizo, también lo hemos etiquetado como el hombre de la incredulidad, porque dudó cuando los discípulos le contaron que habían visto al maestro, que se le había aparecido a la comunidad reunida comunicándoles el don de la paz, pero Tomás no estaba con ellos. Entonces dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Fuera de la comunidad, fuera de la Iglesia no se puede hacer la experiencia de encuentro con Jesús, porque la fe se vive, se comparte y se alimenta en el encuentro con la otra persona; por eso nos dice el evangelista que a los ocho días estaba la comunidad reunida y Tomás con ellos, cuando nuevamente se aparece Jesús en medio de ellos con un saludo paz y luego le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Y Tomás hace la más bella confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” Reconociendo que Jesús es Dios, Señor y Maestro. Lo acoge, lo acepta y abre para nosotros esa experiencia de la fe auténtica que a lo largo de los siglos la Iglesia ha proclamado y transmitido a través de sus apóstoles y el compromiso cristiano.

Reflexionemos:

En las heridas abiertas de las manos y el costado de Cristo la humanidad entera sigue viviendo su propio dolor. Preguntémonos: ¿acudo con frecuencia a Dios para pedirle perdón por el pecado personal, social o comunitario confiando en su amor de Padre?

Oremos:

Señor Resucitado, enséñame a ser apóstol de tu Evangelio. Que al contemplar tus heridas pueda comprender el sufrimiento de cada ser humano que, por sus errores, le ha sido negada la oportunidad de experimentar tu paz y tu perdón. Amén.

Actuemos:

Abriré mi corazón acogiendo la misericordia y el perdón de Dios, actuando con responsabilidad frente a la libertad que me da el Señor.

Recordemos:

Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.

Profundicemos:

Cristo resucitado está vivo entre nosotros. Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”, resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará” (Cf. Jn 12,26, Benedicto XVI).

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“¿Has venido aquí a atormentar a los demonios antes de tiempo?”
(Mt 8, 28-34)

Hoy, nos encontramos con un texto que nos permite contemplar a Jesús que brinda nuevas posibilidades de vida manifestada en la victoria frente al mal. Mateo, nos describe la realidad de dos hombres endemoniados que viven en el cementerio, en el lugar de los muertos, excluidos de la sociedad, estos hombres poseídos por malos espíritus daban miedo, seguramente eran hombres de personalidades violentas, de difícil trato; por eso al ver a Jesús les molesta su presencia: “¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Al estar frente a Jesús, reconocen en él la fuerza transformadora de Dios y le piden ser liberados del mal. Y como lo hemos escuchado en el relato, Jesús permite que los espíritus inmundos salgan de los hombres, entren en los cerdos y estos perecen al tirarse en las profundidades de un acantilado. La gente al enterarse de lo acontecido siente temor y piden a Jesús salir de su territorio. Les falta fe y coraje para acoger la gracia divina; ya que muchas veces nos acostumbramos a vivir en el pecado o vemos con normalidad aquello que sabemos no responde al plan de salvación.

Reflexionemos:

Sabemos que el pecado nos separa del Señor, y que hay muchas maneras de hacernos daño o lastimar a los demás. ¿En mi camino de fe, pido con insistencia al Espíritu Santo el don del discernimiento para obrar con libertad?

Oremos:

Señor Jesús, permíteme estar en tu presencia para abrir el corazón, entregarte mi dolor y reconocer que tú eres mi paz y mi salvación. Amén.

Actuemos:

Abriré mi corazón acogiendo la misericordia y el perdón de Dios, actuando con responsabilidad frente a la libertad que me da el Señor.

Recordemos:

Jesús les dijo: “Vayan”.

Profundicemos:

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios”, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido Señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes Ps 8,5-7)

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“Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma”
(Mt 8, 23-27)

La fe nos compromete a estar en pie, a abrir el corazón y caminar en la esperanza. Queridos amigos, el evangelio hoy, nos relata el milagro de la barca que azotada por las olas, lleva a los discípulos a adherirse a la persona de Jesús, confiando en la salvación divina: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”. Me gusta mucho como inicia Mateo su relato; nos dice que Jesús subió a la barca, y sus discípulos lo siguieron. Es una decisión libre y personal que tiene un trasfondo profundo y es el compromiso de una fe viva y dinámica que mueve a los discípulos a dejar sus seguridades para hacer la travesía del mar junto a Jesús, y mientras Jesús duerme la tempestad arrecia, y seguramente los apóstoles con todas sus fuerzas luchaban por vencer el viento y el mar, pero se llenaron de miedo y esto les hace volver la mirada al maestro. Saben que con ellos en la misma barca está el Señor que da la paz. Claman a Él porque creen en su salvación y aunque Jesús les dice: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” los anima a confiar para que su fe se fortalezca y crezca cada día más.

Reflexionemos:

¿Cómo es mi manera de relacionarme con Dios? ¿Cuándo llegan las tormentas y las cruces, creo profundamente que ese momento de dolor o dificultad es el medio que el Señor me brinda para acercarme a Él confiando en su salvación?

Oremos:

Dios de paz y de bondad, concédeme entender que la oración es el medio que me brindas para alimentar la fe y la confianza en ti, abriéndome a la esperanza para vencer las tormentas y batallas que en el mundo me amenazan. Amén.

Actuemos:

Vivir en Cristo a través de los sacramentos.

Recordemos:

“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?”.

Profundicemos:

La fe nos mueve a comprometernos con la vida para salir de las tormentas, teniendo presente que el camino no lo hacemos solos, sino que Dios está con nosotros

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