3 de julio

  “¡Señor mío y Dios mío!”

(Jn 20, 24-29)

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

Tomás, uno de los doce no estaba con ellos cuando vino Jesús Resucitado. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor; pero él se resistía a creer hasta no ver y tocar las marcas de sus heridas”. A los ocho días, estando Tomás con ellos, a puertas cerradas se presentó Jesús y se dirigió a Tomas, con comprensión y ternura: vine por ti Tomás, estoy contigo, mírame, tócame, realmente he vencido la muerte. Tomás se postró ante Él diciendo “Señor mío y Dios mío”.

Qué hermoso constatar que nuestras dudas, resistencias y limitaciones humanas son ante el Señor oportunidades para llevarnos a una mayor profundidad en nuestra relación con Él; Tomás, que parecía el más incrédulo y resistente de los discípulos, fue el primero que confesó públicamente y con todo el corazón la divinidad de Jesús.

Ninguno de nosotros por muchas dificultades que tenga para acoger a Jesús en su vida, es abandonado por Él, su amor tierno y creativo está inventando el modo de tocar nuestro corazón. ¡Qué bueno es el Señor!

 

Preguntémonos: ¿Creo que Jesús resucitado habita en mi corazón aunque yo no sea un cristiano ejemplar? El descubrir que Jesús me ama con tanta gratuidad ¿qué actitudes despierta en mi corazón? ¿Cómo quiero expresar mi amor y gratitud a Jesús resucitado que habita dentro de mí?  

 

Oremos: Señor Jesús, vencedor de la muerte y de todo mal: en toda oscuridad tú eres la luz; en toda derrota tú eres la victoria; en medio de la tristeza tú eres el motivo más hondo de felicidad y plenitud. Contigo somos invencibles. Aumenta nuestra confianza en ti. Amén.

 

Actuemos: Aunque todo parezca derrumbarse, permaneceré firme y seguro porque llevo a Jesús resucitado en mi corazón. 

 

Recordemos: “Tomás, trae tu dedo, aquí tienes mis manos, trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”.

 

Profundicemos: La comunidad de los discípulos sufrió mucho por la pérdida de Jesús y la violencia de su muerte, pero al resucitar de entre los muertos Él se apareció inmediatamente a sus amigos para tranquilizarlos. Tomás no estaba allí y tal vez por su terquedad innata, o porque lamentaba no haber estado presente, exigió tocar con sus manos las heridas de los clavos y las de su costado…Ocho días después Jesús regresó para venir a su encuentro; y Tomás, al verlo, se postró ante Él, proclamando “Señor mío y Dios mío” como nadie lo había hecho antes. En ese momento, Jesús hizo una promesa que nos alcanza también a nosotros: “Bienaventurados los que, aunque no me hayan visto, crean en mí”.  

 

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