2 de octubre

 “Sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”

(Mt 18, 1-5.10)

En la fiesta de los Santos Ángeles Custodios la Palabra, según el Evangelista Mateo, presenta el que verdaderamente es importante en el reino de los cielos. De dicha pregunta, hecha a Jesús por sus discípulos, el autor sagrado responde colocando en la persona de Jesús la acción de llamar a un niño. De esta respuesta es importante no tanto el niño en su estado de infancia sino su actitud, la pequeñez: “el que se haga pequeño como este niño”. La pequeñez refleja la dependencia, en el caso de los niños de sus padres, y no se trata de una dependencia absurda, por el contrario, se trata de una dependencia dinámica que, en el caso de los padres con sus hijos muchas veces desborda a los padres porque los lanza a ir más allá de lo que humanamente creen e incluso va más allá del límite, porque el niño sabe que allí están sus padres. La pequeñez evangélica coloca a los primeros como últimos y a los últimos como primeros y es una lógica aparentemente irracional, de hecho, para el pueblo de Israel que tuvo que hacer experiencia de su pequeñez no fue fácil sentir que habían perdido la grandeza de Egipto cuando todo lo tenían frente al desierto, donde todo, hasta lo más vital como el agua era un gesto de abandono y confianza.

 

Reflexionemos: En la vivencia de la vida cristiana esta dimensión del ser como niños y de la pequeñez está marcada por la certeza de la absoluta confianza y esta experiencia me invita a vivir actitudes fundamentales de confianza en mí misma, en los demás, en Dios e incluso en el mismo misterio de la naturaleza. El camino de santidad, para Santa Teresita del Niño Jesús estuvo marcado por esta característica, la pequeñez espiritual que vivida en el abandono a Dios la llevo a la grandeza de la vida espiritual.

 

Oremos: Jesús Maestro, deseo crecer espiritualmente, por eso confiando en la gracia del Espíritu, concede a mi vida espiritual un corazón como el de los niños, que se abra a acoger la voluntad del Padre con total confianza y abandono, más allá de lo obvio de la razón, que sienta en mi caminar la fuerza paternal y maternal de Dios que actúa en mi vida, que cada día conduce mi existencia hacia el destino para el cual, tu Padre, me has creado y me has amado.

 

Actuemos: Siento y percibo la gracia y la presencia de Dios en mi vida y me dejo acompañar por ella a través de los signos con que se manifiesta cotidianamente en mi vida, especialmente las personas, los acontecimientos o manifestaciones de su gracia como la Palabra, la Eucaristía.

 

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