“Abrahán, su padre, saltaba de gozo pensando ver mi día”
(Jn 8, 51-59)
Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida
En el Evangelio de ayer fuimos invitados a “ser discípulos” y a “ser libres” mediante la permanencia en la Palabra del Hijo, que nos libera de la esclavitud del pecado y nos hace hijos del Padre.
Hoy el Evangelio nos deja ver cómo Jesús llegando al final de su vida, revela abiertamente a los judíos que él es el Hijo amado de Dios, tiene experiencia directa de él, está en el Padre y el Padre está en él. Lo que Jesús busca con todo esto es que el Padre sea reconocido en sus obras, porque es el Padre quien le hace hablar y actuar; por eso su gloria está en hacer la voluntad del Padre.
¡Qué hermoso es descubrir que Jesús el Hijo amado de Dios ha venido a este mundo para hacernos partícipes de su filiación divina!, y así todos podamos llegar a la plenitud de la vida, viviendo como hijos amados de Dios.
Reflexionemos: ¿Soy consciente que desde el día bendito de mi bautismo participo en la filiación divina de Jesús? ¿Qué actitudes me inspira esta incomparable realidad en la concretes de la vida cotidiana?
Oremos: Jesús Maestro bueno, gracias porque desde el día de mi bautismo me hiciste partícipe de tu filiación divina, ayúdame a vivir tus actitudes de Hijo para agradar al Padre y tener actitudes fraternas con todos. Amen.
Actuemos: Quiero vivir hoy como hijo de Dios buscando en todo momento lo que más agrada al Padre en mi relación con las personas.
Recordemos: “El que me glorifica es mi Padre, de quien ustedes dicen: es nuestro Dios, aunque no lo conocen. Yo si lo conozco. Y si dijera no lo conozco, sería como ustedes un embustero; pero Yo lo conozco y guardo su Palabra”.
Profundicemos: “Dios es mi Padre cercanísimo, intimísimo…, pero no deja de ser mi Dios; y esto tiene importantes consecuencias: todo el poder, gloria y majestad, bondad, verdad y belleza divinos son para él” (Santa Edith Stein).
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