4 de julio

“La gente alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad”

(Mt 9, 1-8)

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

Jesús va a su ciudad y estando allí le llevaron un paralítico: al ver Jesús la fe de quienes lo llevaban, dijo al enfermo: “¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados”. 

Los escribas que lo escucharon pensaron que Jesús blasfemaba, Él les aclaró diciendo:   “¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘levántate y anda’?”. Y para demostrarles que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar pecados, dijo al paralítico: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Al instante él se levantó y cargando su camilla se fue a su casa a la vista de todos.  

Jesús no vino al mundo solo a sanar nuestras enfermedades; Él, Hijo eterno de Dios, fue enviado por el Padre para librarnos de la muerte eterna. Su mayor poder es el de perdonar nuestros pecados para que podamos participar de su divinidad y de su gloria; por ello los creyentes confesamos con profundo gozo que Jesús es nuestro redentor y nuestro salvador.

Preguntémonos: ¿Reconozco a Jesús como mi salvador? ¿He vivido la gozosa experiencia de sentirme amado y perdonado por Jesús, que murió y resucitó para rescatarme del pecado, y hacerme partícipe de su filiación divina? 

Oremos: Señor Jesús, gracias porque eres nuestro salvador y nuestro hermano. En ti, no solo tenemos la seguridad de ser amados y perdonados por Dios, sino también la dicha infinita de dirigirnos a Él, junto contigo, diciéndole: ¡Abba! ¡Papaíto! Amén.

Actuemos: Me preparo para hacer los más pronto posible una buena confesión, recibir el perdón de mis pecados y experimentar la alegría de sentirme abrazado por Dios Padre como su hijo querido.

Recordemos: “¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘levántate y anda’?”

Profundicemos: “Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del Padre. Él no ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza incluso en la oscuridad más profunda de sufrimiento y de pecado; y darnos vida eterna. Así, en el sacramento de la penitencia, en la “medicina de la confesión”, la experiencia del pecado se convierte en encuentro con el amor que perdona y transforma” (Papa Benedicto XVI).

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