10 de agosto

“A quien me sirva, el Padre lo premiará”

( Jn 12, 24-26)

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

Hoy celebramos como Iglesia la fiesta del diácono San Lorenzo mártir, quien fue torturado a fuego sobre una parrilla, donando su vida a causa de Cristo. Cuando un cristiano es coherente con su fe no teme a la muerte porque sabe que todo en esta vida es transitorio. Sabe estar al pie de la cruz aguardando la gloria de Dios de manera escondida y silenciosa. Sabe que amar es darse sin reserva porque así lo ha aprendido del Maestro de la vida y donde el mismo Jesús lo ha dicho: “Les aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Cristo padeció por nosotros, se despojó de su categoría de Dios y se sometió a la muerte de cruz, para vencer a las tinieblas y resucitar glorioso alcanzando para nosotros el premio de la vida eterna.

 

Preguntémonos: La sangre de los mártires es testimonio de una vida fecunda entregada por amor, preguntémonos: ¿creo firmemente que Dios está presente en el sufrimiento de tantos hermanos que pasan hambre, son torturados, perseguidos y sometidos por reclamar sus derechos? Recordemos que somos una Iglesia en camino y que de tu compromiso y del mío, dependen que otros crean que Cristo nos ha abierto las puertas para gozar de la vida eterna.

       

Oremos: Señor Jesús, concédeme docilidad interior para saber descubrir tu presencia en el sufrimiento humano y crecer en el amor y el servicio desinteresado. Amén.

 

Actuemos: Un mayor compromiso en contemplar y asumir la cruz desde la dimensión del amor que redime.

                                                                                                                          

Recordemos: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.

 

Profundicemos: La redención realizada por Cristo al precio de la pasión y muerte de cruz, es un acontecimiento decisivo y determinante en la historia de la humanidad, no sólo porque cumple el supremo designio divino de justicia y misericordia, sino también porque revela a la conciencia del hombre un nuevo significado del sufrimiento. (San Juan Pablo II)

 

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