Ardor misionero...

Los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35) caminaban, pero con la mirada perdida en otros “señores”, no dejaron de andar el camino, pero en el trayecto no supieron reconocer a Aquel que había cambiado sus vidas, pues sus ojos estaban poseídos de otras cosas, su corazón estaba cegado por la desilusión y el fracaso. Caminaban, pero con la terrible sensación de haber sido defraudados.

El ardor misionero parecía acabar, sin el Maestro los discípulos, abrumados por el temor, habían perdido las huellas que seguían. Se habían quedado solos.

Tal vez esta pueda ser la experiencia de muchos misioneros en algún momento del camino, de cada uno de nosotros en algún momento de la vida, donde al caer la tarde y abrazar la soledad de la noche, la rutina llena de un gran sinsabor aquello que antes nos hacía vibrar, el ardor misionero se apaga, el cansancio atenaza y aunque el dinamismo de una agenda nos dice que hay mucho por hacer, precisamente por la prisa con la que andamos no nos damos la oportunidad de atesorar cada momento, incluso todo puede reducirse a un cumplir calendarios y actividades.

Entonces caminamos, cumplimos nuestra misión, pero muchas veces como los discípulos de Emaús, el Señor se convierte en forastero, después de haber andado con nosotros puede pasar a convertirse en un extraño, sacamos tiempo para todo pero muchas veces sacrificamos nuestro tiempo con Él; de esta manera, un corazón que no se nutre de su fuente poco a poco va perdiendo su vitalidad y sería imposible no resultar en un sin sabor de lo que tanto hemos amado, los valores del reino se cubren por unos ojos distraídos y el corazón apagado.

QUÉDATE

A veces iré distraído, y a mi vera serás peregrino ignorado.

 

Tú hazte notar. Puede que vaya sumido en fracasos,

rumiando derrotas, lamentando golpes, arrastrando penas,

sin ver el sol radiante, la vida que bulle, tu mano tendida.

 

Tú toca mi hombro, e importúname.

Acaso, perdido en palabras, no escuche tu voz desvelando

 lo escrito en el cielo, en la historia, en el acontecer de cada día.

 

Tú grita. Quizás no te lo pida, no te abra la puerta,

 ni me dé cuenta del hambre que nos atenaza.

 

Pero tú quédate. Tal vez, al conocerte,

te quiera retener en mi casa, a mi mesa, apresando el instante.

 

Tú te irás, de nuevo, dejando en mi pecho el fuego

de mil hogueras, y la alegría de un reencuentro.

 

(José María R. Olaizola, sj).

Peregrino ignorado… quédate

Como los discípulos de Emaús, preferimos alejarnos cuando no entendemos algunas situaciones y huimos de las dificultades. Después de haber vivido tan grande experiencia al lado de Jesús, sin su presencia resulta ilógico seguir apostando la vida y los sueños, si Jesús no es el centro de lo que somos y hacemos realmente no tiene sentido andar adelante, es como dejar un barco sin timón.

Lo más increíble es que aunque ha pasado a ser un forastero en la vida de sus amigos queridos que no lo reconocen, Jesús se acerca y se pone a caminar con ellos, porque así es el Señor, nos acompaña hasta nuestros límites, hasta el último momento. Camina a nuestro lado, ni delante, ni detrás, junto a nosotros. Junto a nuestros proyectos, al lado de nuestras decepciones, en medio de las quejas y lamentos, viene siempre al encuentro de los éxitos y los fracasos. Se queda siempre a nuestro lado.

No dejemos nunca de pedirle: “Porque es tarde Dios mío, porque anochece ya, ven y quédate Señor conmigo, siéntate a mi mesa, sé mi amigo.”

Permanecer con valentía...

Y sigue saliendo a nuestro encuentro, cuando andamos distraídos por las cosas de la vida que nos abruman, Jesús nos importuna, siempre se hace notar. Permanece.

Entonces, se sienta a nuestra mesa, con o sin invitación viene a nuestra casa, comparte con nosotros el pan y celebra una fiesta, nos sana con el bálsamo de su amor, nos reconforta con su alegría y nos descansa con su sencillez.

Entonces, el sol sigue siendo radiante, contemplamos con nueva mirada el mundo, la vida, el hermano que peregrina a nuestro lado… y nos damos cuenta de que siempre han estado muchos peregrinos del camino con los que compartimos a diario, tal vez con las mismas experiencias, gozos o dificultades… es Jesús quien renueva nuestra mirada y nos devuelve la pasión por la vida, por la misión.

No tengamos miedo de pasar nuestro “Emaús”, pues hay una certeza y es que en ese camino también Jesús nos acompaña. Entonces, en medio de la incertidumbre tengamos el coraje de seguir creyendo. En medio de la angustia que se asoma a nuestra vida tengamos la valentía de creer, con esperanza desmedida de que en algún momento nuestros ojos se abrirán de nuevo para ver con fe lo que a la lógica humana resulta imposible entender. Pero atravesar este camino requiere valentía, la valentía de permanecer.

MISIÓN ES PARTIR

Misión es partir, caminar, dejar todo,
salir de sí, quebrar la corteza del egoísmo
que nos encierra en nuestro yo.

Es parar de dar vueltas alrededor de nosotros mismos
como si fuésemos el centro del mundo y de la vida.

Es no dejar bloquearse en los problemas del mundo pequeño
a que pertenecemos: La humanidad es más grande.

Misión es siempre partir, más no devorar kilómetros.

Es sobre todo abrirse a los otros
como hermanos, descubrirlos y encontrarlos.

Y, si para descubrirlos y amarlos es preciso atravesar los mares
y volar por los cielos, entonces misión es partir
hasta los confines del mundo.

(Don Helder Cámara).

Por: Ydania Marivel Imbacuán M, fsp

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