“Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”
(Lc 15, 1-3. 11-32)
Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida
En el recorrido de nuestro itinerario cuaresmal, llegamos a la celebración del cuarto domingo de cuaresma. Cada vez nos aproximamos más al misterio de la celebración pascual de la muerte y resurrección del Hijo de Dios. Hoy la liturgia nos invita a dirigir nuestros sentidos contemplando la pintura del hijo prodigo del famoso artista Rembrandt, para entrar en la espiritualidad del Padre misericordioso de Henry Newman y su obra el regreso del hijo pródigo. Todos llevamos dentro de nuestro corazón a un hijo menor que es osado y que se atreve a pedir la herencia, sabiendo que solo es posible reclamarla si el padre ha muerto; por tanto, hiere a su padre en su corazón para vivir sus propios caprichos: viajes, libertinaje y en general, una vida disoluta y desafortunada que luego pagará con creces: con hambre, con tristeza, llegando, incluso a tocar fondo en su dignidad humana a través del cuidado de los cerdos, el animal que para la mentalidad judía es impuro. El signo de los cerdos estigmatiza al hijo y significa que llegó a una total impureza. Desde el barro de su propia miseria, recuerda a su padre a quien le dirigió estas palabras: “Padre, ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de los jornaleros”. Sin duda alguna, el hambre y la necesidad de pan fue lo que conscientemente lo hizo recapacitar para regresar a su casa: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre”. Mientras el hijo menor regresa hay un padre que espera pacientemente, que aguarda el regreso de su hijo querido porque tiene un corazón de padre y madre: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”. El padre siempre será padre no importa adonde se dirija su hijo menor, sus entrañas se conmoverán cada vez que regrese porque esa acción equivale a la felicidad que se manifiesta en el encuentro, el abrazo, el beso que es vida y que trae de vuelta lo que se ama. Y, en medio de este reconocimiento, el hijo mayor, está orgulloso de permanecer siempre junto a su padre, pero a la vez se siente herido por el regreso de su hermano. La indignación, la resistencia a entrar a su casa y poder gozar del ambiente de regreso, lo hacen reclamarle a su padre. Sin embargo, de nuevo el padre que con amor desbordante sale también al encuentro de su hijo mayor, no tanto para abrazarlo porque siempre lo ha amado –“hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”–, pero sí para persuadirlo porque sabe que es preciso escuchar y abrir no solo los oídos, sino el corazón, porque más allá de lo evidente, la gracia es gracia que no meremos, que en el misterio de Dios transforma la lógica humana.
Reflexionemos: De acuerdo a mi propio proyecto de vida que busco cumplir y realizar, ¿con cuál personaje de la parábola me identifico más: el padre, el hijo menor o el hijo mayor?, ¿qué rasgos de cada uno de los personajes puedo rescatar para mi vida?
Oremos: Padre bueno, no siempre nuestro corazón de hijos corresponde a tu corazón de Padre. Moldea mi corazón conforme a tus sentimientos y ayúdame a corresponder siempre a tu amor. Amén.
Actuemos: ¿Qué sentimientos despierta en mí la parábola del hijo pródigo o del padre misericordioso? ¿He vivido realidades semejantes? ¿Cómo he actuado?
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