Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús que nuevamente habla a los discípulos, es decir, a quienes le siguen. Ellos escuchan atentamente esta parábola: “Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo y viene durante la medianoche y le dice: ‘Amigo, préstame tres panes pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’”. La parábola continúa su relato, pero detengámonos en tres aspectos claves: El valor de la amistad, el tiempo de la medianoche y el sentido de los tres panes. Jesús, refiriéndose a sus discípulos, les dice: “Ya no los llamo siervos sino amigos” (…). “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Los discípulos sabían lo que para Jesús significaba ser un amigo. Vale la pena mirar bíblicamente el significado de la medianoche como un símbolo de transición. Recordemos que fue a medianoche que Pablo y Silas oraban y de repente, un terremoto abrió las puertas de la cárcel y los liberó. Cuando Jesús invita a sus discípulos a mantenerse despiertos ya que no se sabe a qué hora regresará el dueño de casa, si a anochecer o a media noche, se asocia siempre el tiempo a una manifestación de Dios. Y el sentido de los tres panes, permite relacionar el sustento diario con la bendición de Dios. Pero, pese a todo esto, continúa Jesús con la parábola y les dice: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá”.
El Evangelio de hoy contiene en sí mismo una promesa: “Todo el que pide, recibe, el que busca halla, y al que llama, se le abre”. Creer firmemente que esto es posible, aunque a veces las circunstancias muestren lo contrario, es alimentar el camino de fe personal y comunitario, porque “dichosos los que no han visto pero, aun así, creen”. Para Dios el amor verdadero se concretiza en hechos concretos de caridad, solidaridad, tolerancia y confianza. Entonces, pedir, buscar y hallar son tres verbos que el protagonista de la parábola tiene muy claro: pide al amigo, busca al amigo y halla una respuesta desconcertante: “No me molestes, la puerta ya está cerrada”. Nos puede pasar igualmente a nosotros esta dicotomía en nuestra vida cotidiana con quienes compartimos diariamente: pedimos un favor, buscamos a quien pedirlo y hallamos respuestas que miden la calidad de nuestro amor y el valor de que le otorgamos a una verdadera amistad.
Oh amantísimo Jesús, dígnate permitirme derramar mi gratitud ante ti, por la gracia que me has concedido al entregarme a tu Santa Madre por medio de la devoción del Santo Cautiverio, para que sea mi abogada en presencia de tu majestad y mi apoyo en mi extrema miseria. Amén (San Luis Beltrán)
Hago un favor de corazón, con alegría y prontitud, colocando todo mi empeño en cumplirlo, sin esperar elogios o reconocimientos.
“¿Qué padre entre ustedes, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez?”.
“Nuestra oración, si es valiente, recibe lo que pedimos, pero también aquello que es lo más importante: al Señor” (Papa Francisco).