“No cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”
(Lc 13, 31-35)
Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida
En el Evangelio de hoy vemos a Jesús que parte a Jerusalén conociendo el riesgo que enfrenta. Y es curioso encontrar algunos fariseos protegiendo a Jesús: “Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Jesús les dice: “Vayan y díganle a ese zorro: ¡Mira! Hoy y mañana expulso demonios y hago sanaciones, y al tercer día quedara consumada mi obra”. Sus palabras y hechos habían generado el rechazo en el círculo de poder político y religioso, por eso, estaban al acecho para eliminarlo. Pero Jesús tiene muy claro su proyecto y es cumplir la voluntad de Dios. Jesús manifiesta que el Templo será destruido. Con Él, pero que se construirá una nueva casa desde donde surgirá el nuevo templo de Dios.
Jesús evoca: “¡Jerusalén, Jerusalén!, la que “mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados”. Vemos la actitud de Jesús conmovido, que llora y que en esas lágrimas está todo su amor. “Él nunca condena, Él llora porque nos ama” (Papa Francisco). Vemos, el Hijo de Dios es ruptura y continuidad, es una renovación de la vida de quienes creen en Él, dándole un nuevo sentido a todo.
Preguntémonos: ¿Cómo relacionamos nuestra historia personal con nuestra fe? ¿Vivimos atados al pasado con nostalgia y resentimiento?
Oremos: Señor, dame la gracia de ser coherente en mi camino de fe, incluso en los momentos de mayor dificultad. Ayúdame a no rechazar nunca tu amor y permanecer siempre cerca de ti. Amén.
Actuemos: El Señor nos invita a ser coherentes con nuestra vida y vocación de entrega generosa.
Recordemos: “Que me sugiere la siguiente expresión: “Les digo que no me verán hasta el momento en que diga: “Bendito el que viene en nombre del Señor”.
Profundicemos: “Si supiéramos comprender no haría falta perdonar” (P. Ignacio Larrañaga)
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