
Es propio ante una buena noticia experimentar y expresar alegría. Cómo no iba a estar alegre Isabel, quien pese a ser estéril, había concebido un hijo. Cómo no va a estar alegre Zacarías, al ver cumplido el anuncio del ángel de que su esposa Isabel, aún en su vejez, le daría un hijo. Cómo no iban a estar alegres sus vecinos y la gente del pueblo. Si nosotros evangelizadores somos anunciadores de la Buena Noticia de Jesús, como no hacerlo con alegría, superando nuestros rostros a veces demasiados serios y algo desalentados y tristes. A los ocho días cuando acuden al Templo para circuncidar al niño, era costumbre en los judíos, que el niño llevara el nombre de su padre, para dar continuidad a la misión que este vivía. Zacarías era sacerdote del Templo, allí servía como tal. Sin embargo, su hijo recibió por nombre “Juan” que significa “Yahvé se ha compadecido”. Este era el nombre querido por Dios para él, u su misión no se desarrollaría en el Templo sino en el desierto. Pasaría del culto a la profecía.
La incredulidad existe desde siempre, pero, ¿somos capaces, de dar nombre a nuestra incredulidad, somos capaces de romper nuestro silencio, y ser agradecidos con Dios?
Señor, Jesús, enséñame a reconocer que al igual que Juan, Dios también me ha llamado a la vida para una misión especial. Ayúdame a descubrirla y hacer de ella, un medio para comunicar tu amor, consolar a otros e irradiar tu ternura y tu rostro misericordioso. Amén.
El nombre de Juan en este caso es iniciativa de Dios, no de Zacarías e Isabel. Un nombre que conlleva una misión específica y clara: preparar los caminos del Señor. Unos padres, piadosos y cumplidores de los mandamientos del Señor.


