Queridos amigos, hoy la Iglesia nos invita a celebrar a la fiesta de santa María Magdalena, la que ha sido llamada “apóstol de los apóstoles”, por ser la primera testigo la Resurrección del Señor y quien pudo llevar a sus hermanos el anuncio de Cristo Resucitado. Nos dice el texto que el primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro. Cuando en su corazón aún había dolor, cuando llevaba la nostalgia por la muerte del Maestro, ella era consciente que Jesús fue quien colmó su vida de amor y esperanza. María Magdalena llega al huerto donde había estado el cuerpo de Jesús y aunque observa cómo la losa del sepulcro había sido removida luego, al asomarse al sepulcro, contempla dos ángeles vestidos de blanco, uno sentado a la cabecera y el otro a los pies. Ella sigue sumida en su dolor, no recapacita y continúa llorando. Los ángeles le preguntan: “Mujer, ¿porque lloras?”, es decir, ¿cuál es la causa de tu tristeza? Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Ella buscaba un cadáver, pero no sabe que Jesús está vivo. Luego, el mismo Jesús se le presenta, pero ella no lo reconoce porque sus ojos estaban nublados por el llanto. El Señor le dice: “Mujer, ¿porque lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Y confundiendo a Jesús con el hortelano le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Muchas veces nuestras emociones nos llevan a ofrecer respuestas equivocadas; solo cuando conectamos con lo auténtico de nosotros mismos, podemos ver con claridad. Entonces, Jesús le dice: “¡María!”. Esa voz que ha pronunciado su nombre con tanta ternura, firmeza y familiaridad la hace recapacitar para ver la gloria de Dios y aferrarse a la vida. Con alegría, ella le responde: “¡Rabboni!”. Ella continúa su camino.
En lo cotidiano de nuestra vida, muchas veces solemos darles mayor peso a las cosas negativas, pero a las experiencias buenas, bonitas y gratificantes, en ocasiones, las olvidamos con mayor facilidad. Por ello, es importante que aprendamos a confrontarnos cuando nos sintamos angustiados, deprimidos o sin esperanza. Visitemos al Señor ante el Santísimo y preguntémonos con sinceridad: ¿Cuál es la raíz de mi sufrimiento? ¿De dónde viene mi tristeza? ¿Tiene razón de ser este dolor que me atormenta?
Señor, permíteme despertar a la vida, levantar mi mirada y, delante de tu tabernáculo, abrir mis ojos y desde lo profundo de mi corazón, escuchar de tus labios pronunciar mi nombre para llenarme de tu santa presencia que cambia mi tristeza en alegría. Amén.
Soy agradecido con el Señor por el milagro de la vida.
“Anda, ve a mis hermanos y diles: ‘Subo al Padre mío y Padre suyo, al Dios mío y Dios suyo’”.
“También nosotros, como María Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero: ‘Hemos visto al Señor’” (Papa Benedicto XVI).