“Triste contemplaba y dolorosa miraba del Hijo amado la pena”
(Jn 19, 25-34)
Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida
Nos dice el Papa Francisco que nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como madre diciendo: “He ahí a tu madre”. Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una madre. Desde ese momento, la madre de Dios se ha convertido también en nuestra madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer y cuya fe no decaería jamás.
Y la “mujer” se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre, la sed de justicia y de paz; y la invocamos todos juntos: ¡Santa Virgen María, Madre de la Iglesia!
Reflexionemos: Esta memoria obligatoria que celebramos hoy nos recuerda que tenemos una madre en el cielo, que está velando e intercediendo siempre por nosotros, “ella hace fácil, lo que es muy difícil”.
Oremos: Padre, gracias por tu inmenso amor, tu Hijo sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. María, la madre de la Iglesia, simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos. Amén.
Actuemos: En este día oraré a María, madre de la Iglesia, para que interceda por todos los sacerdotes, los consagrados, los cristianos comprometidos, para que a ejemplo de ella sirvamos al Reino de Dios.
Recordemos: Jesús le dijo: “Mujer, este es tu hijo. Luego dijo al discípulo: esta es tu madre”.
Profundicemos: La grandeza de la maternidad de María no radica en su sentido biológico, sino en su maternidad mesiánica, aquella que la dispuso a acoger el plan de Dios en su vida.
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