Los judíos del tiempo de Jesús expresaban su justicia con la oración, la limosna y el ayuno. Impresionado por la ostentación y la hipocresía con que los fariseos practicaban estas buenas obras, Jesús exhorta a sus discípulos a no hacer el bien para ganarse la aprobación y la estima de los hombres. Este modo de actuar no agrada a Dios; no será recompensado por Dios. El bien realizado con intereses egoístas queda pagado con la estima humana; no trasciende. Dice el Señor: “Tú, en cambio, cuando des limosna, ores o ayunes, hazlo en secreto, desde el corazón, para agradar a Dios, y tu Padre que ve en lo escondido te recompensará”. ¡Hagamos todo por amor, para agradar a Dios y hacer su voluntad! Dios Padre observa lo que albergamos en nuestro corazón: ningún mínimo acto de amor que realicemos quedará sin recompensa. Y, lo más bello de todo, es que el Padre no solo ve en lo secreto, sino que puso su morada en nuestro corazón. Esta hermosa realidad de la inhabitación de Dios en nosotros es fuente continua de seguridad, alegría y paz interior.
¿Hago el bien para agradar a Dios o busco la estima y la aprobación de los demás? ¿Alimento una relación personal con Dios desde el fondo de mi corazón? ¿Busco en todo lo que más le agrada a Él?
Señor, Padre Santo, me creaste para ti y no descansaré hasta que todo mi ser esté unido totalmente a ti; ayúdame a custodiar mi corazón para buscar siempre y en todo tu amor. Amén.
Cuido en todo momento las intenciones de mi corazón para no perderme en situaciones humanas y pasajeras.
“Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
“El Señor no se cansa nunca de tener misericordia con nosotros, y quiere ofrecernos una vez más su perdón invitándonos a volver a Él con un corazón nuevo, purificado del mal, purificado por las lágrimas, para compartir su alegría” (Papa Francisco).