El Señor tiene una pedagogía muy hermosa para revelarnos su misterio de amor y poder acercarse a cada uno de nosotros. Cada día de nuestra existencia ya es un milagro: poder ver, sentir, amar, sonreír, crecer, caminar, etc., son signos del amor infinito de Dios. Esto ya es un motivo para creer en Él, pero a veces nos obstinamos en permanecer distantes como si nuestra vida no estuviera unida a la suya, por eso Jesús se lamenta de la dureza del corazón humano: “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza”. Como creyentes, tenemos necesidad de Dios y Jesús nos llama a realizar este camino de conversión, con un arrepentimiento sincero. No todo depende de nosotros, ya que para vivir en estado de gracia debemos pedir y acoger el auxilio divino. En la Iglesia tenemos como medios los sacramentos que nos ayudan a colocar a Dios en el centro de nuestro corazón. Por tanto, pidámosle al Espíritu Santo renueve nuestro ser interior y nos permita contemplar en el Señor crucificado la fuerza de su amor que nos lleve a morir al pecado para alcanzar el premio eterno. “Pues les digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti”.
Si el Señor cree y confía en nosotros, ¿por qué no nos empeñamos en dejar nuestras actitudes de pecado, para que nuestra vida cambie?
Padre eterno, confío en tu amor misericordioso, y con esta certeza me abandono en tu misericordia, porque sé que me das fuerza para vencer todo aquello que me aparte de ti. Amén.
Me acerco al sacramento de la reconciliación con más frecuencia.
“Pues les digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti”.
La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5, 21).