En el Evangelio de Mateo, nos encontramos con un diálogo profundo entre Jesús y sus discípulos. Ellos, con una pregunta muy humana, indagan a Jesús: “¿Quién es el mayor en el Reino de los Cielos?”. Esperaríamos, quizás, una respuesta que nombrara a alguien o que estableciera una jerarquía, pero Jesús, como siempre, nos sorprende. Él no se centra en quién es el mayor, sino en cómo se llega a la grandeza en el Reino de Dios. Como bautizados, hemos sido adoptados como hijos de Dios, y en esta filiación, el Reino de los Cielos nos ha sido ya dado. Estamos llamados, cada uno de nosotros, a tomar posesión plena de esa herencia. Pero para esto, Jesús nos invita a la conversión y a hacernos como niños. Estas dos vías son esenciales para que nuestra vida cristiana alcance la gracia de llegar al Reino y, más aún, de ser grandes en él. No se trata de una grandeza mundana, sino de una riqueza que emana de la humildad y la confianza. Pero la profundidad de esta grandeza la revela Jesús a través de la parábola de un hombre que posee cien ovejas. Al percatarse de que una se ha extraviado, deja a las noventa y nueve y sale inmediatamente a buscarla. Y cuando la encuentra, su alegría es inmensa, no solo por haberla recuperado, sino por el valor intrínseco de esa única oveja perdida. Esta parábola nos muestra a profundidad el corazón de Dios: Él es un Padre que nos busca constantemente, que nos muestra el camino de la conversión y nos espera siempre con los brazos abiertos. La verdadera grandeza en el Reino de Dios no reside en el poder, sino en la capacidad de reconocer nuestra propia pequeñez, de presentarnos ante Dios con la sencillez de un niño, permitiendo que Él nos encuentre y nos abrace en su amor incondicional.
¿Cómo se manifiesta en mi día a día el “hacerme como niño” que Jesús propone? ¿Soy capaz de reconocer con humildad y sencillez que estoy necesitado del amor de Dios?
Señor Jesús, Divino Maestro, te pido me enseñes el verdadero camino de la grandeza. Ayúdame a hacerme pequeño, con la humildad y confianza de un niño, reconociendo que todo lo recibo de ti. Inspírame a tener un corazón como el tuyo, para que busque, acoja y sirva con alegría a mis hermanos. Que mi vida sea un reflejo de tu amor incondicional. Amén.
Reconozco mis limitaciones y debilidades no como defectos, sino como oportunidades para que la gracia de Dios actúe en mí.
No esperes a sentirte “digno” o “perfecto” para acercarte a Dios, así como el pastor busca a la oveja perdida, Dios te busca donde estés.
La humildad nos impulsa a imitar el corazón de Dios que sale incansablemente a buscar y a acoger con inmensa alegría a cada persona que se ha extraviado o se siente perdida.