31 de diciembre

“El niño iba creciendo, lleno de sabiduría”

(Lc 2, 22-40)

 

Celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José; junto a ellos damos gracias por la familia que nos cuidó y nos amó. Tal vez muchas familias hoy no estén constituidas por las figuras significativas de papá y mamá, y uno de ellos sea a la vez padre y madre, pero el riesgo y coraje de privilegiar el don de la vida, y permitirle su existencia, es lo que hoy cantamos y agradecemos. La familia no la escogimos nosotros, a ella llegamos en las condiciones y el momento en que debíamos llegar, en la riqueza o en la pobreza, en la espera o en la casualidad, pero creados a “imagen y semejanza de Dios”, porque no se nos negó la oportunidad de nacer. La liturgia de la Palabra, según el evangelista Lucas, narra lo que para toda familia judía era un acontecimiento: la prescripción de la purificación después del parto de un varón primogénito. José y María viven esta experiencia, según la ley de Moisés presentan “un par de tórtolas o dos pichones”, este hecho habla de su condición y del sentido de pertenencia a su pueblo. La llegada de un hijo para toda familia es motivo de alegría y gozo, de hecho, lo era para María y José, así se refleja en el encuentro que tuvieron con Simeón y Ana, quienes habían aguardado las promesas de la Salvación de Dios para con su pueblo. Los dos han esperado: Simeón de forma justa y piadosa, y Ana en el servicio, el ayuno y la oración; los dos le contemplan y a la vez en sus palabras expresan la misión del Salvador: “luz para alumbrar las naciones y gloria del pueblo de Israel”, en quien aguardaban la liberación. Todo hijo llega al seno de la familia como bendición, y esta bendición es portadora de una misión única e irrepetible que cada uno realiza y escribe año tras año.

 

Reflexionemos: ¿En qué medida somos conscientes de favorecer la vida en el seno de nuestras familias, de privilegiarla como don y gracia, y de permitir que cada uno viva su misión?

 

Oremos: Padre bueno y Dios de la vida, gracias por los 365 días de este año que finaliza, porque la luz de sus días ha abrazado mi existencia, y la sombra de la noche ha favorecido el descanso y el reposo, para volver al nuevo amanecer en la esperanza.

 

Actuemos: Agradezco a través de un gesto concreto a una persona, de un momento de oración o celebración a Dios, el don de la vida y la presencia de su amor durante estos 365 días del año.

 

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