30 de diciembre de 2024

“Hablaba del niño a todos los que aguardaban
 la liberación de Jerusalén”

(Lc 2, 36-40)

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

En el contexto de la peregrinación de María, José y Jesús al Templo de Jerusalén, el relato de hoy presenta su encuentro con la profetisa Ana, a quien en la plenitud de sus años y casi como un reconocimiento de su servicio a Dios en el templo, puede contemplar a Jesús a quien aguardaba. En la celebración gozosa del jubileo de la esperanza Ana es un ejemplo fiel de una esperanza activa. El hecho de haber quedado viuda en medio de la realidad de su pueblo y del mundo judío no la hizo perder la esperanza, al contrario, la mantuvo viva a través de su servicio, el ayuno y la oración constante le permitían mantenerse vigilante y el paso de sus años desde la juventud a la vejez, no la hizo perder el deseo de su corazón, que sus ojos contemplen al hijo de las promesas, al “Dios con nosotros”. El cumplimiento de las prescripciones, propias de la Ley judía de la familia de Nazareth, se convirtió en motivo de esperanza para Ana, quien habiendo contemplado con sus propios ojos al Hijo de la promesa le era posible gozar en la gratuidad y aguardar con esperanza a lo largo de los años, sin caer en el desánimo de la connotación propia de su cultura judía respecto de las viudas, quienes eran desprotegidas por no tener descendencia y marido que interceda por ellas, había aguardado fiel a las promesas, aún más, cierta que sus ojos contemplarían la gracia del Hijo de Dios.

 

Reflexionemos: Como Ana, la profetisa del Evangelio es preciso preguntarnos ¿qué aguardamos en nuestra vida?

 

Oremos: Sagrada Familia de Nazareth, ven al corazón de cada persona que busca, aguarda y desea contemplar la luz de tu rostro. Que la gracia de tu Espíritu alcance para nosotros la esperanza activa, la alegría del servicio y el gozo del corazón orante. Amén.

 

Actuemos: El don del encuentro de Ana con la Sagrada Familia de Nazareth estuvo marcado por la experiencia de la esperanza, que, en la cotidianidad de los días y las noches, no desistió de ella, aún más a lo largo de los años la mantuvo viva con su oración.

 

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