“Mis ojos han visto a tu Salvador”
(Lc 2, 22-40)
Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida
¡Qué hermoso contemplar la humildad de María y de su Hijo Santísimo que se presentan al templo: “La Inmaculada para ser purificada. Y el Hijo eterno de Dios, para ser ofrecido a Dios”. María y José se presentan al rito de la purificación en obediencia a la Ley y con su actitud nos invitan a cumplir con alegría la voluntad del Señor. Cuando María y José entraron al templo, Simeón, un hombre lleno del Espíritu Santo, reconoció en este Niño al Mesías, al Redentor del mundo. Tomó en sus brazos al Niño y exclamó lleno de gozo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”; y, bendiciendo a Dios, proclamó con energía que Jesús es la “luz del mundo”. También la profetiza Ana, iluminada por el Espíritu Santo, daba gracias a Dios y hablaba del Niño a los que aguardaban la liberación.
Hermanos, Jesús es nuestra luz y está entre nosotros para disipar toda tiniebla: con Él y en Él nuestras oscuridades, dificultades y problemas cobran un nuevo sentido, son fuente de luz y liberación.
Reflexionemos: ¿He acogido a Jesús como la luz que disipa toda tiniebla en mi corazón, en mis ambientes cotidianos, en el mundo entero? ¿Permanezco en su luz?
Oremos: Señor Jesús, Salvador nuestro, ¡tú eres nuestra Luz! Contigo caminamos seguros en la seguridad y en la paz. Danos tu Santo Espíritu para irradiar tu Luz en medio de las tinieblas del mundo. Amén.
Actuemos: Para caminar en la luz del Señor, quiero buscar día tras día lo que más le agrada a Dios.
Recordemos: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
Profundicemos: “¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo!¡Qué bello eres! ¡Qué grande eres! ¿Quién sabrá conocerte? ¿Quién podrá comprenderte? Haz, oh Cristo, que yo te conozca y te ame” (Antoine Chevrier).
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