17 de febrero

“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan”

(Lc 5, 27-32)

Permitamos que la Palabra de Dios toque nuestra vida

Seguramente muchos de los amigos de Leví, no cabrían en su asombro al saber lo que estaba pasando. Leví, el publicano, ofrecía un banquete de despedida porque iba a dejar todo lo que tenía para seguir a un rabí llamado Jesús y que no tenía donde reposar la cabeza.

La decisión la había tomado en la mañana, cuando, quién sabe por qué, Jesús había pasado por la recaudación de impuestos y le había invitado a seguirle. “Ven y sígueme”, eso es todo lo que nos dice el Evangelio. No sabemos si ya lo conocía, si le había oído en alguna ocasión, tan sólo que dejándolo todo lo siguió. Eran muchas las cosas que Leví debía dejar abandonadas en el baúl de los recuerdos para siempre. Pero Leví no puso cara de camello triste, quejándose y lamentándose, de por qué le había tocado a él. Al contrario de todas las expectativas, organiza una fiesta.

Cuánto tenemos que aprender de Leví. Él sí se dio cuenta de que nada en la vida, ni placeres, ni riquezas, ni nada de nada, podían compararse con el Tesoro que había encontrado. Y como buen recaudador supo venderlo todo para adquirir una ganancia infinitamente mayor. Que en esta Cuaresma también nos encontremos nosotros con Cristo y sepamos dejarlo todo para seguir al único por el que vale la pena dejarlo todo: un rabí llamado Jesús.

 

Oremos: Señor, no dejes de sorprenderme y hacer diferente cada uno de mis días. Concédeme iniciar esta oración con la completa disposición de escuchar tu voz y seguirte con el ánimo de desprenderme de mí mismo. Amén.

 

Actuemos: Señor, permite que nunca discrimine ni considere a nadie indigno, más bien, que busque construir puentes, principalmente con mis actitudes ante los demás.

 

Recordemos: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se arrepientan”.

 

Profundicemos: “El amor de Dios recrea todo, es decir, hace nuevas todas las cosas. Reconocer los propios límites, las propias debilidades, es la puerta que abre al perdón de Jesús, a su amor que puede renovarnos en lo profundo, que puede recrearnos” (Papa Francisco).

 

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